miércoles, 11 de abril de 2012

Cuento soñado

·    Emilia Pardo Bazán [España]
·    Primera edición: ¿? Si alguien tiene el dato, será muy agradecido.
·    Cuento

Había una princesa a quién su padre, un rey muy fosco, caviloso y cejijunto, obligaba a vivir reclusa en sombría fortaleza, sin permitirle salir del más alto torreón, a cuyo pie vigilaban noche y día centinelas armados de punta en blanco, dispuestos a ensartar en sus lanzones o traspasar con sus venablos agudos a quien osase aproximarse.

Así es el inicio de —enfrentémoslo—, innumerables cuentos. Siempre que me encuentro algo así, el hueco evidente en la lógica me muerde. ¿Por qué diablos alguien haría eso? Sí, muchos padres sobreprotegen a sus hijas por instinto o patología, pero llegar a tales extremos parece increíble. Y es que va en detrimento del propio padre el separarse de tal modo de su sangre. No, hay algo que no cuadra ahí. Cada escritor que ha intentado crear un cuento de este cariz tiene su estilo y vocabulario particular, y Pardo Bazán es un dechado en el idioma español. Se mueve en el lenguaje como pez en el agua; o más bien como el agua sobre el pez: fluida, rebosante, y sin esfuerzo. Aún así, es difícil sacudirse ese primer cliché. Pero bueno, veamos a donde nos lleva.

Oh, vaya. Temor y misterio en el pueblo. Y, ¿qué es eso? Ah, la chica es soñadora. ¿En serio? Me cuesta creer que este tipo de cuento siga escribiéndose, en los albores del siglo XX. A estas alturas sólo falta que se enamore de un pastorci— ah, no, ahí está. Dentro de la colección de cuentos dónde encontré esta lectura (Florilegio de Cuentos, recopilada por Carlos González Peña) hay relatos de muchos colores y sabores, pero muy pocos pueden ser llamados innovadores. De hecho me pareció algo gracioso como el editor alaba cada obra en las notas preliminares, como si su narrativa fuera perfecta e inalcanzable, cuando al leerlas se revelan lineales y sencillas; si bien muy hábilmente escritas.

Dentro de todos los autores que conforman la antología, Pardo Bazán es la más prominente, pues Peña la considera una de las más grandes cuentistas a nivel mundial. Y lo es: la magnitud de su obra es increíble, y abarca tanto narrativa como poesía y teoría literaria. Pero también Chejov es un gran cuentista y nunca he podido decir con convicción que me guste. Tal vez damos demasiadas vueltas al asunto en la narrativa contemporánea, pero el hecho es que los cuentistas clásicos se me complican. La brevedad del cuento invita en ocasiones a la ambigüedad y la experimentación, al menos en mis ojos, y entonces cuando llega una respetable dama de sociedad española a contarme sobre una princesa en una torre, me deja desconcertado. Sin duda es “bonito”, y la escritora domina el lenguaje como quién recorre su patio trasero, mas uno debe zambullirse en la pregunta: ¿es esto todavía vigente?

La cautiva sonrió, el enamorado comprendió que aceptaba su obsequio..., y desde entonces, todos los días, a la misma hora, el centelleo del arco iris despedido por un pedazo de vidrio alegró la soledad de la princesita y le cantó un amoroso himno que se confundía con la voz profunda de la selva allá en lontananza...

Pero la venerable señora no es tan ingenua como parece. Tomó todos los clichés ya mencionados, los llevó a un extremo pletórico de melaza, y luego les dejó caer un yunque encima. No pienso arruinar la historia; no es nuestra costumbre. Pero el giro de tuerca revela que detrás de esos valores tan básicos, casi de romance medieval, hay una cuerda floja que puede, en un parpadeo, devolvernos a la realidad. Las princesas pueden vivir en castillos, ser amigas de dragones o unicornios, volar de la mano de amor verdadero en medio de una nube de poesía. Sí, todo eso se puede, pero al ser princesas son parte de una clase regente, que debe dedicarse a un pueblo, y servirlo por sobre todas las cosas. Una clase cuya mayor virtud debe ser el desinterés propio; la visión de estado, siendo fríos en el lenguaje. Y ser estadista puede tener algunas diversiones, pues el poder permite lujos deliciosos, pero también conlleva la imbatible soledad de la persona inalcanzable.

Hay muchas formas de estar en soledad; algunas disfrutables y otras no tanto. Pero uno pensaría que una de las peores es sentirse solo mientras hay toda una corte (literal) a tu alrededor. Y sí, uno puede tener todo para ser feliz y no serlo. Esto no significa que uno sea amargado o malagradecido, simplemente que el alma buscaba derroteros que el destino no nos reservó, o bien, que no tuvimos el coraje de perseguir. Mi tía ama las películas de época, porque le dan entrada a un mundo ostentoso que ella nunca conoció. Le muestran —en sus palabras— vestiditos y peinados y casitas, y le hacen creer que la felicidad se compone de todo ese bullicio brillante al que mal solemos llamar riqueza.

Pero no; si bien hay quienes en encuentran en el oro y la influencia un refugio para no considerar el lado oscuro del mundo, hay quienes incluso gozando de todos los bienes habidos y por haber sienten que la vida se les fue en un instante pequeño; algo que nadie más recordará además de ellos, porque significa nada en la gran configuración cósmica. Las esferas no se detienen por la muerte, ni por el miedo, ni por el amor. Lo ideal sería tratar de cambiar su curso mientras aún se puede, pero en ocasiones lo ideal siempre estuvo a muchos kilómetros de ser posible, y entonces solo queda el recuerdo inacabado. Un momento de melancolía, a través del cual aprehendamos a esa persona que dejamos atrás; las ilusiones que pudimos ser.


Por aquél trozo de vidrio daría ahora la soberana los más ricos diamantes de su corona real. Sólo aquel rayo podría iluminar su corazón fatigado, lastimado, quebrantado, marchito. Y al dejar escurrir las lágrimas, sin cuidarse de reprimirlas ni de secarlas con el blasonado pañuelo, lloraba la juventud, la ilusión, la misteriosa energía vital de los años primaverales...

Disponible como parte de Florilegio de cuentos en múltiples ediciones, y el texto es del dominio público.

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