Escribo distinto a como hablo, hablo distinto a como
pienso, pienso distinto a como debería pensar, y así, todo procede hacia la más
profunda oscuridad.
Dicen que siempre hay una persona que sufre más que
uno. Pues bien, si vivías en Europa Central en los albores del siglo XX, esa
persona fue Franz Kafka (Julio 3, 1883, Praga, Austria-Hungría - Junio 3, 1924, Klosterneuburg, Austria). Hijo de padres más o menos normales, alumno
de una escuela linda y arquitectónicamente hermosa, miembro de algunas
sociedades y clubes literarios, resultó que Franz llevaba, sin embargo, un
cataclismo adentro. Para empezar, algunas partes de ese cosmos en apariencia
armónico no se llevaban entre sí: sus padres y la literatura, por ejemplo. Eso
es algo que me toca de un modo muy personal, y creo que también a varia gente
que lee este blog. El siglo XX se distingue por el proceso tan marcado de
alejamiento entre el estrato literario y el de las ciencias y oficios prácticos.
Casi siempre hay un dejo de vergüenza o rechazo en el medio familiar cuando uno
decide dedicarse a las letras. De este modo, su padre (carnicero) lo impulsa a
convertirse en abogado y adoptar un trabajo como burócrata para una compañía de
seguros.
¿Por qué es importante mencionar esto? Bueno, pues
porque muchas veces pareciera que todo lo que hace sufrir a un escritor termina
por ser aquello que lo engrandece. En este caso la ley,
la estructura social,
la brutal y fría cota de malla
con que está tejida nuestra vida diaria,
los engranes de hielo,
los candados aberrantes,
las torres de vigilancia,
los solitarios errantes;
todo eso se convertiría en el quid de Kafka como escritor. Más aún: se convertiría, gracias a él, en el quid de una parte sustancial de la novela del siglo XX, si bien ha habido pocos autores que se le acerquen en su manejo de la temática. La Primera Guerra Mundial fue una cosa curiosa: hoy la vemos como algo menor, opacado por el Holocausto hitleriano de la Segunda, pero en realidad fue éste el momento en que Europa (y por consecuencia Occidente) se dio cuenta de que los valores antiguos ya no aplicaban. Las espadas y los caballos y el heroísmo ya no cabían en el nuevo mundo. Los nuevos mecanismos históricos eran demasiado poderosos y anti-personales. Las reglas ya no eran reglas; se habían convertido en los susurros nostálgicos de viejos débiles. El juego de la vida había cambiado, y eso iba también para la literatura.
la estructura social,
la brutal y fría cota de malla
con que está tejida nuestra vida diaria,
los engranes de hielo,
los candados aberrantes,
las torres de vigilancia,
los solitarios errantes;
todo eso se convertiría en el quid de Kafka como escritor. Más aún: se convertiría, gracias a él, en el quid de una parte sustancial de la novela del siglo XX, si bien ha habido pocos autores que se le acerquen en su manejo de la temática. La Primera Guerra Mundial fue una cosa curiosa: hoy la vemos como algo menor, opacado por el Holocausto hitleriano de la Segunda, pero en realidad fue éste el momento en que Europa (y por consecuencia Occidente) se dio cuenta de que los valores antiguos ya no aplicaban. Las espadas y los caballos y el heroísmo ya no cabían en el nuevo mundo. Los nuevos mecanismos históricos eran demasiado poderosos y anti-personales. Las reglas ya no eran reglas; se habían convertido en los susurros nostálgicos de viejos débiles. El juego de la vida había cambiado, y eso iba también para la literatura.
Creo que deberíamos leer solo la clase de libros que
nos hieren o apuñalan. Si el que estamos leyendo no nos despierta con un mazazo
a la cabeza, ¿para qué lo leemos? ¿Para
que nos haga felices, como dices tú? Por Dios, todos seríamos felices
aun si no hubiera libros, y la clase de libros que nos hacen felices son esos
que podríamos escribir nosotros mismos si tuviéramos que hacerlo. Pero
necesitamos libros que nos afecten como un desastre, que nos pesen
profundamente, como la muerte de alguien a quien amábamos más que a nosotros, como
el exilio a un bosque apartado de todos, como un suicidio. Un libro debe ser el
hacha para el mar congelado en nosotros. Eso es lo que creo.
El año pasado, si recuerdan (y si no, ahí está la
barra a la izquierda), le dedicamos el Octubre de terror a H. P. Lovecraft.
Esta vez hemos decidido irnos por otra clase de terror; uno más psicológico,
aunque ambos autores tienen más trazas en común de las que cabría esperar. Por
ejemplo, aquello que dijo Lovecraft sobre como todo cuento extraño necesitaba
que el autor tomara una regla inamovible del universo y la volteara de cabeza
es cumplido al pie de la letra en muchas obras de Kafka. Pero el efecto que
produce esta reversión y entrada de lo absurdo es distinto en cada caso:
mientras que con Lovecraft uno se asusta de momento para después aliviarse de
no vivir en ese mundo de dioses malditos y colores monstruosos, con Kafka la
desazón nunca se borra del todo, ya que el checo parece convencernos de que ese
mundo terrible es, en realidad, el mismo en el que vivimos. Los elementos
fantasiosos en su escritura no son usados para crear otros mundos, sino para
revelar de un modo más profundo e irónico las deficiencias de éste. Así, Gregor
Samsa o Josef K. no son otredades: son hombres atrapados bajo la lámina de
plomo que soporta la sociedad del siglo XX, como podríamos ser todos nosotros.
Las instituciones, las personas y la mala suerte
terminaron por comerse a Franz Kafka de una manera lenta. Trató cinco veces de
casarse, sin éxito, y su relación más profunda fue por correo; como ferviente
judío, trató de emigrar a Palestina para conocer su amado Sión, pero comenzó a
enfermarse de tuberculosos ese mismo año; trató de confrontar a su padre, pero
al final nunca le mandó esa famosa Carta. Pero algunos cuentan que a pesar de
todo, Kafka reía a gritos, como maniático, mientras escribía sus historias de
impotencia y desolación. Es posible ver una contradicción en ello, pero creo
que hacerlo sería no estar leyendo bien su obra. ¿Han visto a los ratoncitos de
laboratorio correr despavoridos en su laberinto, chocando unos contra otros,
inconscientes de estar atrapados por siempre? Se ven lindos, absurdos, y su
ignorancia resulta cómica. Pasa lo mismo cuando nos apartamos de nuestro rol como
participantes del drama humano y lo vemos todo como desde una azotea: las
calles de pronto se revelan laberínticas, las ciudades son trampas, y cada
puerta cerrada te recuerda que hay alguien adentro, pero no tú —tú estás
afuera. Y ver a la gente, a esos innumerables Josef K.s pululando de esquina en
esquina sin contemplar su prisión resulta entonces gracioso, pero es un humor que
viene de la tumba, de la ciénaga más oscura, del reconocimiento de nuestra
propia futilidad.
¿Y qué nos queda entonces? Pues vivir, vivir
emparedados. Feliz Octubre.
No te dobles; no te suavices; no trates de hacerte
entender; no edites tu alma de acuerdo a la moda. Mejor persigue a tus mayores
obsesiones sin tregua alguna.
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