sábado, 5 de octubre de 2013

Escritor del mes: Franz Kafka



Escribo distinto a como hablo, hablo distinto a como pienso, pienso distinto a como debería pensar, y así, todo procede hacia la más profunda oscuridad.

Dicen que siempre hay una persona que sufre más que uno. Pues bien, si vivías en Europa Central en los albores del siglo XX, esa persona fue Franz Kafka (Julio 3, 1883, Praga, Austria-Hungría - Junio 3, 1924, Klosterneuburg, Austria). Hijo de padres más o menos normales, alumno de una escuela linda y arquitectónicamente hermosa, miembro de algunas sociedades y clubes literarios, resultó que Franz llevaba, sin embargo, un cataclismo adentro. Para empezar, algunas partes de ese cosmos en apariencia armónico no se llevaban entre sí: sus padres y la literatura, por ejemplo. Eso es algo que me toca de un modo muy personal, y creo que también a varia gente que lee este blog. El siglo XX se distingue por el proceso tan marcado de alejamiento entre el estrato literario y el de las ciencias y oficios prácticos. Casi siempre hay un dejo de vergüenza o rechazo en el medio familiar cuando uno decide dedicarse a las letras. De este modo, su padre (carnicero) lo impulsa a convertirse en abogado y adoptar un trabajo como burócrata para una compañía de seguros.

¿Por qué es importante mencionar esto? Bueno, pues porque muchas veces pareciera que todo lo que hace sufrir a un escritor termina por ser aquello que lo engrandece. En este caso la ley,
la estructura social,
la brutal y fría cota de malla
con que está tejida nuestra vida diaria,
los engranes de hielo,
los candados aberrantes,
las torres de vigilancia,
los solitarios errantes;
todo eso se convertiría en el quid de Kafka como escritor. Más aún: se convertiría, gracias a él, en el quid de una parte sustancial de la novela del siglo XX, si bien ha habido pocos autores que se le acerquen en su manejo de la temática. La Primera Guerra Mundial fue una cosa curiosa: hoy la vemos como algo menor, opacado por el Holocausto hitleriano de la Segunda, pero en realidad fue éste el momento en que Europa (y por consecuencia Occidente) se dio cuenta de que los valores antiguos ya no aplicaban. Las espadas y los caballos y el heroísmo ya no cabían en el nuevo mundo. Los nuevos mecanismos históricos eran demasiado poderosos y anti-personales. Las reglas ya no eran reglas; se habían convertido en los susurros nostálgicos de viejos débiles. El juego de la vida había cambiado, y eso iba también para la literatura.

Creo que deberíamos leer solo la clase de libros que nos hieren o apuñalan. Si el que estamos leyendo no nos despierta con un mazazo a la cabeza, ¿para qué lo leemos? ¿Para que nos haga felices, como dices tú? Por Dios, todos seríamos felices aun si no hubiera libros, y la clase de libros que nos hacen felices son esos que podríamos escribir nosotros mismos si tuviéramos que hacerlo. Pero necesitamos libros que nos afecten como un desastre, que nos pesen profundamente, como la muerte de alguien a quien amábamos más que a nosotros, como el exilio a un bosque apartado de todos, como un suicidio. Un libro debe ser el hacha para el mar congelado en nosotros. Eso es lo que creo.

El año pasado, si recuerdan (y si no, ahí está la barra a la izquierda), le dedicamos el Octubre de terror a H. P. Lovecraft. Esta vez hemos decidido irnos por otra clase de terror; uno más psicológico, aunque ambos autores tienen más trazas en común de las que cabría esperar. Por ejemplo, aquello que dijo Lovecraft sobre como todo cuento extraño necesitaba que el autor tomara una regla inamovible del universo y la volteara de cabeza es cumplido al pie de la letra en muchas obras de Kafka. Pero el efecto que produce esta reversión y entrada de lo absurdo es distinto en cada caso: mientras que con Lovecraft uno se asusta de momento para después aliviarse de no vivir en ese mundo de dioses malditos y colores monstruosos, con Kafka la desazón nunca se borra del todo, ya que el checo parece convencernos de que ese mundo terrible es, en realidad, el mismo en el que vivimos. Los elementos fantasiosos en su escritura no son usados para crear otros mundos, sino para revelar de un modo más profundo e irónico las deficiencias de éste. Así, Gregor Samsa o Josef K. no son otredades: son hombres atrapados bajo la lámina de plomo que soporta la sociedad del siglo XX, como podríamos ser todos nosotros.

Las instituciones, las personas y la mala suerte terminaron por comerse a Franz Kafka de una manera lenta. Trató cinco veces de casarse, sin éxito, y su relación más profunda fue por correo; como ferviente judío, trató de emigrar a Palestina para conocer su amado Sión, pero comenzó a enfermarse de tuberculosos ese mismo año; trató de confrontar a su padre, pero al final nunca le mandó esa famosa Carta. Pero algunos cuentan que a pesar de todo, Kafka reía a gritos, como maniático, mientras escribía sus historias de impotencia y desolación. Es posible ver una contradicción en ello, pero creo que hacerlo sería no estar leyendo bien su obra. ¿Han visto a los ratoncitos de laboratorio correr despavoridos en su laberinto, chocando unos contra otros, inconscientes de estar atrapados por siempre? Se ven lindos, absurdos, y su ignorancia resulta cómica. Pasa lo mismo cuando nos apartamos de nuestro rol como participantes del drama humano y lo vemos todo como desde una azotea: las calles de pronto se revelan laberínticas, las ciudades son trampas, y cada puerta cerrada te recuerda que hay alguien adentro, pero no tú —tú estás afuera. Y ver a la gente, a esos innumerables Josef K.s pululando de esquina en esquina sin contemplar su prisión resulta entonces gracioso, pero es un humor que viene de la tumba, de la ciénaga más oscura, del reconocimiento de nuestra propia futilidad.

¿Y qué nos queda entonces? Pues vivir, vivir emparedados. Feliz Octubre.

No te dobles; no te suavices; no trates de hacerte entender; no edites tu alma de acuerdo a la moda. Mejor persigue a tus mayores obsesiones sin tregua alguna.

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