viernes, 8 de enero de 2016

El hombre que confundió a su mujer con un sombrero


EL HOMBRE QUE CONFUNDIO A SU MUJER CON UN SOMBRERO | Gandhi-Primera edición: 1985 
-The Man Who Mistook His Wife for a Hat 
-Oliver Sacks [U.K]
-Casos clínicos
1/2
…me siento a la vez médico y naturalista; y me interesan en el mismo grado las enfermedades que las personas; puede que sea también, aunque no tanto como quisiera, un teórico y un dramaturgo, me arrastran por igual lo científico y lo romántico, y veo constantemente ambos aspectos en la condición humana, y también en esa condición humana quintaesencial de la enfermedad… los animales contraen enfermedades pero sólo el hombre cae radicalmente enfermo. 

La primera vez que me encontré con esta obra fue en la librería “El Sótano”, y recuerdo bien que pensé que era una tristeza que se desperdiciara tan buen título en quién sabe qué cosa de sociología. Sí, era joven y bastante estúpida. Dos años después el nombre de Oliver Sacks surgió en una clase, en relación con Musicofilia y su trabajo clínico general, y fue entonces cuando vi lo grande de mi error. Compré este título literalmente saliendo de clases, era el único que tenían en el local, pero no estaba convencida. Me interesan mucho los temas que tienen que ver con neurología, psiquiatría y psicología, y por eso sabía que necesitaba acércame a Sacks, pero mi gran problema es que no soy fanática de la no-ficción. En general, me cuesta mucho sentarme a leer ensayo literario o histórico por el simple hecho de que siento que debo estar anotando algo a cada momento, memorizando contenidos, términos y fechas; ahora imaginen cómo me siento con algo que me es tan lejano como lo médico. Realmente creí que eso iba a pasar con Sacks, que iba a tener que estar buscando complicadas palabras en el diccionario y que iba a necesitar anotar todo el tiempo para no olvidar de lo que estaba hablando. No podía verlo como algo más que una lectura educativa (en el sentido más aburrido y poco dinámico de la palabra), y jamás se me cruzó por la cabeza que pudiese disfrutarlo, ni siquiera creí que lo fuese a entender. 

Con el ánimo más pesimista que puedan imaginar, decidí iniciarlo de camino a mi casa (ya preparada con lápiz, cuaderno y amargura) y el milagro ocurrió sin que me diera cuenta. Llegué a la página cuarenta sin haber sentido la necesidad de anotar una sola palabra, sin aburrirme, sin perder el hilo de lo que decía. Lo único que me interesaba era saber qué pasaba con el señor P., un distinguido profesor de música que no podía identificar las caras de sus alumnos ni decir que un guante era un guante, que confundía a su mujer con un sombrero y a su zapato con su pie, y a quien le parecía perfectamente amable el rostro de un parquímetro. Todas estas raras confusiones podían causar miedo o risa a quienes lo trataban, pero para el señor P. no pasaba nada fuera de lo común, no había nada de extraño. No había perdido el juicio, tampoco deliraba, y sus capacidades musicales no habían presentado ningún daño, pero sí había perdido su capacidad sensorial, y con ello la emocional. El hombre tenía agnosia visual, había desaparecido su capacidad de representación e imaginación, todo su sentido de lo concreto y real. Perdió el mundo como representación visual en consecuencia de algún proceso degenerativo o un tumor enorme en las zonas visuales del cerebro, pero él no lo notaba y, por tanto, no lo echaba de menos. Tenía eso a su favor, pero también su música como fuente de voluntad pura. El caso terminó sin cura, ni siquiera se le compartió el diagnóstico. Sacks le recomendó que continuara impartiendo sus amadas clases, y así lo hizo el señor P. hasta el último día de su vida. 

Por supuesto el cerebro es una máquina y un ordenador: todo lo que dice la neurología clásica es válido. Pero los procesos mentales, que constituyen nuestro ser y nuestra vida, no son sólo abstractos y mecánicos, sino también personales… y como tales, no consisten sólo en clasificar y establecer categorías, entrañan también sentimientos y juicios continuos. Si no los hay, pasamos a ser como un ordenador, que era lo que le sucedía al doctor P. Y, por lo mismo, si eliminamos sentimiento y juicio, lo personal, de las ciencias cognoscitivas […] reducimos nuestra capacidad de captar lo concreto y real. […] El doctor P. puede pues servirnos de advertencia y parábola de lo que le sucede a una ciencia que evita lo relacionado con el juicio, lo particular, lo personal y se hace exclusivamente abstracta y estadística.

A pesar de lo útil que resulta categorizar y ordenar las cosas por color, tamaño o forma, éste proceso no debería ser la base del trato doctor-paciente en la medicina, sobre todo cuando se trata de algo tan delicado y personal como el cerebro. Después de todo, ahí es donde se conforma nuestro yo, aquello que nos detalla y distingue de los demás. Conforme avancé en cada uno de los casos relatados por Sacks, esto me pareció más y más claro. Su objetivo no es informarnos de las horribles cosas que le pueden pasar a nuestras cabezas sin que nos demos cuenta, como perder la memoria a corto y largo plazo, perdiendo así toda una vida o quedando fosilizado en algún lejano punto del pasado, sino que detrás de algo llamado “amnesia retroactiva” se encuentra una persona de carne y hueso como Jimmie (“El marinero perdido”). La ciencia empírica lo condenaba a una vida de incoherencia e inquietud, atrapado en 1945 e incapaz de recordar lo que había hecho el día anterior, pero esta ciencia no contemplaba aquello que determina el yo personal, al espíritu humano que puede reintegrarse mediante el arte y la comunión, que se tranquiliza trabajando todos los días en un jardín que no recuerda.

Pero no todo en el libro de Sacks son pérdidas: en realidad eso es sólo el primer capítulo, donde el señor P. pierde la imaginación, Jimmie la memoria y Christina a su cuerpo (la propriocepción), por mencionar algunos. Estos casos nos hablan de una lucha por preservar la identidad, de mujeres y hombres inventando nuevas formas de conectar con su yo, de no extraviarlo en la catástrofe de su condición, y de lo necesario que es que la medicina los ayude en ese proceso, no sólo con un diagnóstico y algún tratamiento (si es que existe), sino reconociendo su existencia espiritual y buscando la forma de conservarla. 

Después de “Pérdidas” encontramos “Excesos”, “Arrebatos” y “El mundo de los simples”. Si les entristece demasiado la idea de perderse a sí mismos, pueden saltar entonces a aquellos que se forman por sus excesos, como Ray, quien tenía síndrome de Tourette, trastorno que afecta partes primitivas del cerebro donde se gobierna la “marcha” y la “dirección”. El miedo de este hombre era perder sus tics, pues estos habían pasado a ser su identidad y, hasta cierto punto, su libertad. Algo similar sucede con una mujer de noventa años a quien la sífilis le hace sentir como una jovencita, y que obviamente no quiere perder esa segunda juventud con una cura. Nadie es inmune a estas extravagancias, a encontrar en su trastorno una base para formar el yo o una segunda oportunidad de vivir. No hay sufrimiento ni aflicción, sino un abrumador sentido de ganancia que puede poner en peligro sus vidas. Los excesos pueden pasar de ser una parte básica de la identidad a absorberla y destruirla. La enfermedad puede derrocar a todos los otros sistemas y hacer que trabajen para ella, formando un imperio donde la persona desaparece. De esto habla “Los poseídos”, capítulo final de la segunda parte. “Arrebatos” y “El mundo de los simples” nos regala anécdotas importantes de algo que, tal vez, estamos más familiarizados: lo romántico de la enfermedad. Aquí podemos encontrar casos de artistas con autismo que han logrado las más preciosas obras, de personas que no pueden valerse por sí mismas pero sienten la mayor emoción escuchando a Bach, o de sueños sumamente vívidos y hermosos causados por algún daño cerebral. También hay situaciones menos agradables, pero igualmente familiares, como el asesinato a consecuencia de un apagón producido por PCP.

¿Es importante pensar en todo esto?, ¿saberlo?, ¿comentarlo? Sí. Lo es. Lo es porque es algo que existe, que muchas veces nos rodea, y que muchas más no queremos ver. Sacks nos obsequia una oportunidad única de seguir sus pasos como médico, pero también como persona. De impresionarnos y angustiarnos por perfectos desconocidos que habitaron clínicas, se refugiaron por años en sus casas, o deambularon por las calles en busca de ayuda. Si somos capaces de escucharlos por medio de Sacks, si aceptamos que tienen algo que decir, que tienen un dolor que exhibir o una cualidad que regalarnos, tal vez logremos saltar de lo escrito y encontrarnos con lo que nos rodea. También es importante para conocernos a nosotros, para reconocernos más allá de las funciones orgánicas, para saber nuestras capacidades como un conjunto sumamente valioso y reconocer nuestra identidad, nuestro yo, como un tesoro invaluable.

Así pues, la víctima de supertourettismo se ve obligada a luchar, como no se ve obligado ningún otro, simplemente para sobrevivir… para convertirse en un individuo, y sobrevivir como tal, frente a un impulso constante. Puede tener que afrontar, desde la más temprana infancia, barreras extraordinarias a la individuación, a la posibilidad de convertirse en una persona real. Lo milagroso es que en la mayoría de los casos lo consigue… pues la capacidad de supervivencia, la voluntad de sobrevivir, y de sobrevivir como individuo único e inalienable, es, no cabe duda alguna, la más fuerte de nuestro yo: más que cualquier impulso, más que cualquier enfermedad. La salud, la salud militante, es normalmente la que triunfa.



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